Pobre higuera. Es preciosa, robusta, pero la tienen machacada. A ella, centenaria, pues cuando los padres del poeta compraron la casa ya existía, y a la otra plantada al poco de llegar la familia, cuando Miguel tenía cuatro años. Mutilada más que podada. Y a la que un jardinero ignorante ha rellenado los huecos de su vejez con injustificables pegotes de cemento. Abandonada a su suerte, nada ni nadie impide a los turistas hacer lo que quieran con ella, y por eso todo el suelo aparece compactado por el pisoteo de las visitas que, sin saberlo, ahogan sus raíces.
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