lunes, 1 de diciembre de 2008

reflexiones sobre la gestión de los árboles monumentales


EL ROBLÓN
Por Andrés Revilla Onrubia
Conclusiones sobre las jornadas de árboles notables. Casa Encendida, 19 y 20 de noviembre de 2008.





El árbol del prado del Tío Amalio no crecía nunca. Ya era igual de grueso cuando mi padre nació, y era igual cuando nació su padre y el padre de su padre. Siempre había estado ahí. Gigante entre prados de siega. Tampoco es que sepamos quién era el Tío Amalio. Dicen unos que fue un pastor que sesteaba allí en verano hasta que un día apareció muerto y agarrado al árbol. Otros dicen que fue un joven viudo que emigró a América antes de la Guerra de Cuba y que enterró bajo el árbol las cenizas de su mujer. No importa demasiado. En realidad ese árbol es de todos nosotros. Es nuestro carballo. El alma de nuestros antepasados seguro que duerme entre sus ramas.

Un día llegaron tres señores muy serios y sin pedir permiso a Aquilino, el dueño de la finca, llegaron hasta el árbol, le hicieron fotos, le midieron con una cinta muy larga y hasta le taladraron el tronco con un barreno muy fino.

Parecían señores importantes porque estaban tan concentrados en lo que hacían que no se percataron de que Antoñito se coló entre ellos para observarles. Llegó corriendo hasta la tasca de Frascuelo y nos contó lo que vio: uno de ellos tomaba medidas al tronco. Si hubiesen preguntado sabrían que mide 8 varas de circunferencia y por lo menos 20 varas de alto. Otro sacó su barrena y le taladró sacándole un cacho de madera que metieron en una caja. Apostaban sobre su edad. Uno dijo que debía tener al menos 400 años y otro dijo que pasaría de 500. No saben que aquel árbol no crecía desde hacía muchos años, que estaba siempre igual. Se había congelado en el tiempo y debía ser por lo menos de cuando los moros. Tal como llegaron se fueron y no volvieron a aparecer.

Nosotros seguimos con nuestra vida tranquila. Dos veces subíamos al árbol todos los años. Una en la montanera para que los cerdos se comiesen las bellotas. Luego venían los jabalíes y se comían las pocas que dejaban. Además le escarbaban todas las raíces con el morro y se comían todo tipo de gusanos. Los que más les gustaban eran unos gordos y blancos que vivían siempre cerca del tronco y se hacían un nido como de barro de donde luego salían los ciervos volantes. La otra vez subíamos en primavera a celebrar allí la romería del San Isidro. Qué fresquito se estaba en su sombra.

Debieron pasar por lo menos cinco años desde aquella visita. Volvió uno de aquellos tipos y con él venía un nutrido grupo de gente forastera. Los llevó hasta el árbol como si fuese suyo de toda la vida. Les contó un montón de mentiras: les dijo que se llamaba Kercus robur o algo parecido, que tenía 525 años y que lo habían declarado protegido. ¿Protegido de quién? Unos pocos de los que venían con él pasaron a la tasca y se enfadaron porque el vino que les puso Frascuelo estaba picado. El pobre Frascuelo no se lo podían creer. Encima se fueron sin pagar y le amenazaron con denunciarle por vender vino sin registro sanitario. Desde luego que aquellos forasteros estaban todos locos.

Al siguiente domingo llegó el mismo tipo con un autobús lleno. Esta vez se fueron directos hasta el árbol y metieron el autobús por mitad de la cañada justo cuando Avelino volvía con las vacas. Una señora muy puesta le increpó porque una vaca casi la cornea. ¡Pero si las vacas de Avelino son como corderos! Se fueron al árbol, se subieron encima, le hicieron más fotos e incluso hubo uno que cortó una rama para recuerdo. Menos mal que los demás no lo vieron. Esta vez no fueron a la tasca porque el tipo aquél que los llevaba les dijo que no era “higiénica”. Se hicieron una merienda bajo el árbol y se marcharon corriendo. Cuando subió Antoñito bajó corriendo a pedir ayuda. Habían dejado toda su basura en un montón y las vacas estaban rompiendo las bolsas. Esa noche vino el veterinario porque a la rubia de Avelino se le había quedado atascada una bolsa en mitad de la garganta. Por poco se muere el pobre animal.

Pasó todo el invierno y allí no volvió nadie. Nosotros estuvimos cuidando al árbol porque empezó a tirar la hoja antes de su fecha. Avelino le echó un montón de basura de las cuadras y le untó las heridas del tronco con barro y un poco de carbón.

A la siguiente primavera llegó un tipo nuevo. Venía con uno que parecía su ayudante. Abrieron el todoterreno y sacaron una motosierra. ¡Ay Dios! Iban a cortar el árbol. Nos faltó tiempo a todos los del pueblo para juntarnos y llegar allí con lo primero que pudimos: palos, hoces, horquillos, piedras,…¡Hasta el sacristán vino como uno más! Los de la motosierra se quedaron petrificados. Uno de ellos sacó de su bolsillo un móvil de esos para hablar en el campo, pero se enfureció porque no tenía “cobertura”. Se subieron al todoterreno y desaparecieron. Esa tarde hubo fiesta en la tasca: ¡Habíamos salvado a nuestro árbol! Decidimos que los más chicos montaran guardia todos los días. Pero pasaron tres meses y allí no volvió nadie. Así que dejamos la vigía.

Estábamos en la tasca echando un dominó cuando entró el tipo de la barrena y con él venía un guardabosques de otra comarca, o al menos eso debía ser porque nadie le conocía. Nos dijo que el Kercus tal había sido declarado árbol protegido y singular, que tenían un plan de manejo y que quedaba prohibido cortar ramas, recoger bellotas, apacentar los cerdos y no sé cuántas cosas más. Que podía venir un alguacil y sancionarnos con una multa. Justo dos días después este tipo tan arrogante apareció por allí con una cuadrilla y le pusieron al árbol un cartel y una cerca todo alrededor. Antoñito nos lleyó el cartel a todos:

“El Roblón (Quercus robur). Edad estimada 525 años. Alto tanto, perímetro de tronco tanto. Estado de la copa bueno, estado del fuste bueno. Tradiciones, no se conocen. Prohibido pisar el tronco, prohibido pisar sus raíces, prohibido..bla, bla, bla”

¡El Roblón! Pero si es El Carballo del tío Amalio. Estuvimos todos en la tasca pensando qué hacer. Pero no se nos ocurrió nada. Aquella noche no dormimos.

Desde entonces todos los sábados y domingos venía gente a ver el árbol. Unos en su coche entrando por el prado hasta el mismo árbol. Otros, pocos, andando desde la carretera. Unos en grandes grupos que bajaban de modernos autobuses. Al acabar el verano el prado estaba todo seco y agrietado y las vacas no podían pastar en él. Aquél otoño el Carballo dio pocas bellotas y se quedó muy pronto sin hojas. Las ramas más altas no brotaron en primavera. Todo siguió así durante diez años. En verano un forastero montaba un puesto ambulante y vendía bebidas, bocadillos y artesanía local que nosotros no conocíamos ni usábamos.

La primavera del año once nuestro árbol sólo brotó en media copa. La rama que formaba la otra mitad se había secado y estaba llena de hongos y agujeros del ciervo volante. Hacía diez años que los jabalíes no se comían a sus gusanos, ni le aventaban la tierra, ni Avelino le echaba basura de sus vacas. Todo eso estaba prohibido para salvar al árbol. Llegó el de la motosierra y nos dijo que le iba a hacer la cirugía arbórea. Esta vez le dejamos hacer. Le cortó toda la rama muerta y a la viva le hizo un “equilibrado” para compensar la copa. O algo así nos dijo. No le valió de nada. A los 55 años de aquella primera visita nuestro Carballo murió en silencio. Ya hacía varios años que nadie venía a verlo. Solo Avelino le seguía alimentando. Cuando el pobre hombre murió nos pidió enterrarlo bajo el árbol. El suelo estaba lleno de gusanos blancos. Quitamos las vallas. Quitamos el cartel. Cavamos el prado. Cortamos el pobre tronco de nuestro árbol y repartimos su vetusta leña entre las casas del pueblo. Plantamos uno nuevo y decidimos que nunca tendría nombre. No queríamos que nadie lo conociera. Sólo nosotros, los del pueblo. Sería nuestro secreto. Todos pusimos el alma en aquello. Nuestro árbol crece ahora en un pueblo sin nombre, en un prado sin nombre, sin caminos, sin señas. Solo es nuestro y de nuestros hijos y de los hijos de sus hijos.

Antoñito, 86 años. Montañas del norte.




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